Cuando nos reunimos con un cliente y nos manifiesta su interés por iniciar un proceso de aprendizaje y nos comunica su interés por conocer cuáles serían los contenidos de nuestra propuesta, cabrían dos opciones de respuesta: enumerar los contenidos vinculados a las acciones definidas o preguntarle para qué los necesita.
Con esta segunda opción, la cara suele expresar incomprensión, duda, cierta incredulidad y llega hasta el malestar. La pregunta, por obvia, parece innecesaria. Como si ya estuviera explicado el para qué por el mero hecho de haber enunciado una necesidad y al colectivo que la necesita.
Entonces, se abren las preguntas.
¿Qué se necesita que ocurra (distinto) en el desempeño del rol de estas personas? ¿En qué medida el proceso puede contribuir a ello? Y ¿qué es más relevante que el fin se centre en el contenido de una formación o unos talleres o que se focalice en los resultados que sucederán después de estas acciones?
Respondidas (y aclaradas) estas cuestiones, ¿vamos a articular un proceso que incluya lo que se hace en el puesto para que las personas aprendan y entonces varían sus formas de hacer, de decidir, de informar, de colaborar, de analizar, de proponer, etc.?
¿O vamos a usar el lenguaje de resultados y vamos a continuar proponiendo algo basado en los contenidos, con escasos resultados, o vamos a diseñar un proceso de aprendizaje?