“Los nómadas han vuelto”, podría ser la sentencia. Uno podría pensar que quedaban unos pocos con ese calificativo y circunscritos a culturas específicas y a entornos definidos, pero no es así del todo.
Nuestros antepasados se movían de un lugar a otro para conseguir alimentos, para acercarse al clima más propicio y, fundamentalmente, para sobrevivir. Se desplazaban con los ciclos de la “naturaleza” y a su velocidad.
Y así, en estos tiempos en los que andamos, parece que se vuelve a ese concepto del desplazamiento como opción de supervivencia, en todos los sentidos. Y los nómadas actuales se nos presentan de diferentes maneras.
Primero, los que generan tristeza, desasosiego e impotencia. Parten de unas condiciones vitales pésimas y creen en otras opciones mejores; hacia ellas se encaminan con distinto éxito. Y nos abofetean la conciencia sobre cuánto de “humanos” nos queda.
Luego, encontramos a los nómadas del conocimiento, de la experiencia y de los mercados (o de la economía), los que viajan por el mundo buscando esos lugares mejores para su “incremento” profesional y personal.
Y por último, en esta pequeña lista, surgen los nómadas virtuales, que se desplazan por todos los espacios. Sus numerosas experiencias “son” incrementales y “mejores». El sentido radica en ese “movimiento virtual”.
En los nómadas, “lo que se vive, sucede”, no se produce retardo; las decisiones siempre son inmediatas, la incertidumbre es un atributo de la situación, el largo plazo no tiene contenido, las circunstancias modulan la flexibilidad. Se desarrolla la “inteligencia rápida”.
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¿Dónde empieza y dónde acaba un proceso de aprendizaje?
Cuando se habla de un curso, pocas personas manifiestan dudas sobre su inicio y su fin. Están delimitados con concreción. Se diseña con unas horas