La preocupación en las organizaciones sobre el retorno de la inversión en formación, desarrollo o aprendizaje (cada una aporta cuestiones diferenciadas) se pretende resolver con la evaluación y con algunos posibles indicadores asociados a ella.
Esta preocupación viene de largo, sobre todo cuando se ha realizado mucha formación y, en más de una ocasión, ésta presentaba escaso valor. La intención parece más un “vamos a ver si reparamos el pasado”.
¿Y qué queremos expresar cuando decimos evaluación?
Si la integramos en el proceso, necesitamos los criterios y su despliegue dentro del proceso de aprendizaje, como herramienta de ajuste, mejora, corrección y reconocimiento. Así la incorporaremos en el diseño y, por tanto, como una parte más del mismo. La evaluación queda así integrada, como una actividad más de ese proceso. “Evaluándose(nos) también se aprende”.
Si la sacamos fuera del proceso, antes de considerar qué queremos evaluar, habría que preguntarse para qué ponemos en marcha ese proceso de aprendizaje.
La respuesta podría ser “para que las personas varíen (y todos los verbos que acompañan a esta propuesta) el desempeño y el rendimiento en su entorno de trabajo”, entonces habríamos encontrado la finalidad que queremos resolver/abordar con el proceso. La evaluación sería, por tanto, “sencilla”.
Para otras finalidades, generalistas o inexistentes, las evaluaciones justifican otras cuestiones diferentes, al margen del proceso de aprendizaje.