Parece obvio que el aprendizaje es un proceso continuo e inagotable, porque por el mero hecho de ser receptivos al entorno, tener alguna inquietud o curiosidad, ir de viaje al pueblo de al lado, sobrevivir en un entorno hostil o resolver situaciones a las que no nos habíamos enfrentado nunca antes, parece que debiera de estar en marcha en nuestras vidas.
Pero cuando nos aproximamos a las organizaciones, al concepto de aprendizaje le cuesta encontrar su lugar y nos encontramos que están instalados conceptos todopoderosos como los cursos o los cursillos y todos los elementos satélites derivados. Y en ese reino, el aprendizaje es un hermano un tanto pobre, casi irreconocible, desde las estructuras de la organización y desde las personas.
Aprendemos desde nuestra experiencia y muchos de nosotros lo llevamos a cabo junto a otras personas o de su mano. Sigue pareciendo obvio. Y entonces ¿qué hace que el aprendizaje no se instaure con voz propia en las organizaciones y en las personas y se convierta en un eje central de las mismas (organizaciones y personas)?
Dejamos la respuesta a cada cual, según su propia vivencia.
Nuestros antepasados salían a recolectar, cazar y pelear. En algún momento del día, se reunían alrededor del fuego; algo les unía. Y en ese escenario, generaban las historias (y las conversaciones) gracias a las vivencias del día y lo compartían (con emociones, palabras y pictogramas). Y así… aprehendían lo que les permitía seguir vivos, día tras día, ajustando, adaptando, proponiendo, mejorando e innovando.
No sabemos si fue así, pero nos gusta.